El centro
Tanta calma y tanta quietud en las venas hacía engordar el temporal de lluvia desde la madrugada, afuera sin calma.
Recorrer el camino con la mirada clavada en el pastizal, la gramilla seca, el monte bajo, las nubes rasuradas por las ramas, el hilo de agua del “paso naranjito” azul brillante, había ya en un mito un anticipo, se escuchaba desde el fondo unos tambores de tiempo y rezo, y sobre la arena caliente del este hacia aquí hace siglos alguien venía con la antorcha prendida a fuego para incendiarlo todo.
Hace unos días atrás había hecho esa misma ruta, apenas cruce el Santa Lucía como lo había hecho mil veces de niño y de ahí se extendían los palmerales sobre la arena y hasta ya bien el infinito, al costado hacia el fondo se iniciaban caminos rojos o más arenales desafiantes, inhabitados, solos y difuminados como apariciones en el desierto, y esos silencios atrapaban aún mi palabra.
Fui golpeado por imágenes de animales muertos en la ruta, zorros, carpinchos, osos meleros, indefensos, el cuero sobre el asfalto donde uno podía aun calcular las horas de sus muertes, viaje con eso, solo, y con dolor en el pecho, descreí definitivamente en la resurrección de la carne y amputé mi fe de cuajo, cuando uno habita todo el ancho del dolor, al credo, al dogma, no le queda más que asfixia y huye.
“Desideria” me esperaba, pidió velas y fuimos hacia el cementerio familiar al borde del alambrado, en el camino a paso firme saludamos a unas tías que conversaban en ronda, ella, “Desideria” y yo seguimos, me reclamó como un niño por caramelos, que yo los había olvidado, solo calculé en el almacén 4 velas y fuego, así intuimos que había viento como del este que hacia estremecer el eucaliptal entre el límite del lote y la calle, ella, tenía la mirada fija y se movía como empujada por otras fuerzas que mantenían enérgico su cuerpo de piel oscura, agrietada, deshidratada por el paso del tiempo, pisaba Desideria los ochenta, yo escudriñe al costado mientras caminábamos fijos y certeros al cementerio familiar, que el terreno estaba devastado y con maizales secos donde antes estuvo la quinta de naranjas que se perdía en el horizonte, mi abuelo Ovidio solía indicarme ese punto de fuga de la vista colocándome entre líneos, un infinito naranjal, mi pecho y mi aliento corrió como yo niño por esas siestas, el canto de la palomita, ese eco que aún suena para acortar estos tiempos, la siesta toda es un fantasma, y uno es uno de ellos, siempre sin divisorias, de eso no se vuelve.
Desideria ya arrodillada, solo quería encender el fuego y luego las velas, ella no supo de rezos y se quedó sin palabras para el dolor, porque en la pobreza suele ser una llaga enorme y sin tiempo la palabra, la primera vela para Juliana, al lado la segunda para Ovidio, para mi mirada parecía en cierto orden, ellos eran mis abuelos, pero para ella que asumía el rito todo de la muerte, del olvido, de la vida, del nacimiento, del rebaño, sospeché que para ella la gracia se ordenaba de otra forma, aún no sé cuál es, la ayudé para que el viento no apagará las candelas y al pasar fuimos por Nilda, y luego por Delio (eran hermanos muertos de mi madre), con sus pies descalzos apartó las hojas secas cercanas a las tumbas, y emprendimos el regreso.
Cuando “Desideria” entró de nuevo a la cocina había otro orden en el mundo familiar, encontró y compartió la calma, con sus casi 80 años, me alcanzó a preguntar por Wilma, una de las cuatro hijas de la casa, hermanos al fin, en ese lugar caliente de la colonia todos eran, familia, peones, visitas, en un círculo atrapante de sangre sin estirpe, como un presagio de que el génesis de los de abajo paria sus códigos ahí, no eran secretos, era en una sincronía ritual que parecía accionarse con la molienda del maíz.
Nos turnábamos con nuestras manos de niño para girar esa rueda, desgranar el maíz, separarlas de sus ásperas chalas, que llegaban constantemente en bolsas rústicas del fondo del sembrado, girar la rueda, la manija temporal de hierro forjado y ese tótem entregaba la molienda, alimento de américa también aquí en Tatacuá.
El sol intenso que recuerdo, invadía el alero de la cocina y en la mezcla del polvillo del maíz, las franjas del humo que nunca paraban de nacer del fogón, sostenía la figura y su vaivén, su inquieto trajinar en alpargatas con los talones desnudos Juliana, mi abuela, la de todos, la que se fuera al cielo de los buenos.
Errantes en el tiempo, en un círculo errante de esos pájaros sostenidos por el calor de esta tierra en suspensión, al borde del aljibe olvidado que empuja aguas invisibles para extender su sabia hacia la sombra del cementerio familiar, hasta ahí la calma.
Pero ahora que “Desideria” (Aguirre) llegaba a la fiesta, se metía en la cocina para derrotar mi tiempo, y hacerlo infancia en la molienda, cálido el territorio de esa noche de varano para ver todas las estrellas, y al amanecer cura para escapar del asma y sentir el aroma a los naranjales que invadían el patio limpio por ella.
Algo en “Desideria” Aguirre, nace con el paisaje, con sus palmerales, con su bronca del hambre interminable pero digna, su piel, sus pies descalzos sobre la roja tierra de la colonia abren surcos de poder, místicos de imaguaré, silban los montes de tacuara a su paso y las nubes se llenan de lluvias para la nueva siembra, en ella el misterio guaraní del dios sol y luna son posibles cuando lava ropa en la laguna, en su reflejo.
“Desideria”, vino a resucitar el rito del maíz, el alimento de la estirpe de los guerreros, por amor aquí en Tatacuá abandona por un instante su lanza guerrera de siempre, y mezcla alimentos y sabores envuelta en su danza de la cocina, ritual, humo, recuerdos.
“Desideria” alimenta analfabeta y en silencio miles de niños más, y su pasado alimentó tribus y luego ejércitos, y ahora…y ahora, que cae la tarde, como me gusta verla con sus trenzas al viento, correr, correr, veloz como la corzuela roja del monte, correr con ella en el viento, correr descalza sobre la tierra roja y caliente de Tatacuá, por ella en mi pecho suena los tambores.

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