05 febrero 2007

El lento camino a la canonización


Por Maximiliano Tomas

Hay tantas teorías sobre la escritura como escritores. De hecho, si hay un libro que me gustaría tener en la biblioteca sería ése: una antología que recopile las reflexiones de los maestros de la literatura sobre el oficio de escribir. No podrían faltar los consejos de Ernest Hemingway (“Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal”), de Gabriel García Márquez (“Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad”) o de Flannery O’Connor (“Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando se pueden seguir viendo más y más cosas en él y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno”). Sería, es cierto, un libro inútil, porque la verdadera literatura escapa a las recetas; inútil, y por eso mismo, delicioso.
El chileno Roberto Bolaño también sucumbió a la tentación de elaborar su propia lista de recomendaciones. En el punto 8 de su dodecálogo “El arte de escribir cuentos” advierte: “Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges”. En el 9, agrega: “La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”. Y en el 10: “Piensen en el punto número 9. Uno debe pensar en el 9. De ser posible: de rodillas”.
Los libros de Bolaño experimentan en la Argentina un extraño fenómeno de ventas, silencioso pero sostenido. Apenas llegan al país, sus novelas y cuentos desaparecen de las librerías. En un primer momento considerado como un “escritor para escritores”, y luego admirado por la crítica, parece haber emprendido desde su muerte un lento camino a la canonización, que la demanda de los lectores no hace sino confirmar. Bolaño es, como decía Sa-
linger, uno de esos escritores a los que luego de leer dan ganas de llamar por teléfono: un narrador de una inteligencia poco frecuente y de un enorme sentido del humor. La última entrevista que le hicieron en vida, en julio de 2003, lo prueba. Allí habla de fútbol (“Mis equipos favoritos son los que bajaron a segunda, y luego a tercera y a regional hasta desaparecer. Los equipos fantasma”), de política (“Me aburre el discurso vacío de la izquierda; el de la derecha ya lo doy por sentado”), de la muerte (“No creo en el más allá. Si existiera, qué sorpresa. Me matricularía de inmediato en algún curso que estuviera dando Pascal”) y de su vocación (“Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que escritor. Alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas”).
Hace unos días terminé Los detectives salvajes, el que casi todos consideran su mejor libro (yo me quedo con Estrella distante: la novela más tenebrosa escrita nunca sobre la dictadura militar argentina, aunque transcurra en Chile). A mitad del libro se me ocurrió que Los detectives... podía ser leída como la Rayuela del post boom. Las semejanzas con Cortázar son evidentes: los guiños generacionales, el relato fragmentado, incluso la extensión de los libros; todo hace pensar en obras gemelas. Asombrado por mi propia idea, di vuelta la novela y fui a los comentarios de la contratapa. Allí, Enrique Vila-Matas escribe: “Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar”. Y un poco más abajo, Jorge Edwards: “Un libro de la familia literaria de Paradiso, de Rayuela, de Adán Buenosayres”. Como suele decirse, la originalidad es una utopía –o una vanidad–, y la propia lucidez es siempre más exigua que la deseada.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

buen blogg saludos desde la republica separatista de la calle ayacucho.-
errnessto

12:48 a. m.  

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