16 febrero 2016

La fe de un pueblo que desafía la crecida del Paraná.

Como todo acto ritual, a mediad que se avanza hacía ahí van perdiendo utilidad las simples palabras, esas que quedaron abandonadas en el puerto de la colonia Cecilio, solo el baile en soledad de “antoñito” y en esa afiebrada siesta de febrero fue el aventón para que se iniciara  el peregrinar sobre el río Paraná, el implacable, el sabio, la sustancia mayor sobre el que se respiraba aún más en silencio.
De aquí en más solo fuimos ovillando historias mínimas y rostros niños, y abuelas de piel curtidas por el norte y la tormenta en esas ranchadas de perros flacos, en esas noches de estrellas y espineles, para que “un día el hambre y la enfermedad no pueda al fin con esta raza de isleños”
Hacia el norte en desafío, pasar por la imponente Punta el Rubio, donde sobre una loma está aún el viejo cementerio de pobladores, enterrados frágiles en la arena alta, lejos de la crecida, como un memorioso legado, de aquí, sobre la canoa la muerte es nada, es resurrección en esa mezcla que da el cigarro en esas horas del crepúsculo.
En el espejismo verde de la Isla Gaycurú, se escuchan unos estruendos de bombas y las embanderas embarcaciones salen a custodiar y a desafiar con “santa rabia”, con la Itatí a cuestas, sobre la espalda poderosa de ese otro santo del agua.
Me dice Daniel “Ernesto Chamorro soñó hace dos noches atrás que la virgen le pedía salir a navegar y proteger las costas de la crecida”, ya nada detuvo entonces a estas 60 familias de pescadores, menchos, mujeres y niños a dejarse proteger, esa devolución escasa pero milagrosa, ese pedido comunitario, ese rezo en el que entran todos, o nada, ese gesto iluminado del sueño donde la Itatí, quizás en guaraní le habla a ese puñado de sus hijos.
Río arriba, al costado de la isla, aparece la gramilla verde señal de que el agua se toma un descanso, de ahí pasar por el “cocal” donde ya no está más la escuela primaria, contar de ano los puestos, los nombres, los sobrenombres, la que quede en pie, para iniciar de nuevo el ciclo, Doña China, en la misma canoa, desagota instintivamente el agua que ingresa, y recuerda a su madre fallecida a fines de diciembre, sobre su rostro el sudor de la siesta mezcla alguna lágrima verdadera, para sellar este instante, cargados nubarrones y aves solitarias pasan, solo pasan desconcertados reflejados en sus sombras.
Trepando sobre ese lomo brillante, la canoa mayor gira ya sobre el puesto de “Vargas”, y río al sur… nos dejamos llevar.
“ahora sí” se inflama el pecho de ”ojedita”, vamos nomás!!!!
Silencio, rito y misterio, más antigua que la lengua, antes que la religión, antes que la pobreza fuera peste, antes ya estaban sobre las canoas estos seres ”isleños” les dijimos por decir algo, para tranquilizar a nuestra mezquinas almas costeras…
La Itatí, tocó el puerto esa tarde, como una sentencia, como un rayo, para devolvernos precarios en nuestras carencias, de esas 10 canoas, bajaron guardianes, guerreros, tribu





de ancestros, gente de bien, rostros honestos, gurises conectados al cordón umbilical del barro.
Ya no quise ver el regreso, si vi como las madres cargaban el agua bendita cerca de sus pechos y cerca de sus niños, porque ellos aún creen en este encuentro…
No sé si bajarán al fin las aguas, pero ellos sobrevivirán a pesar de ello… creo ver unas sombras, sobre esas canoas, sobre la correntada, sobre el remanso, al filo de la candela de un lucero, habrá un rezo, nacerá un niño, morirá un anciano… y renacerá la vida, sobre ese verde espejismo de la Isla Guaycurú.







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